Fernando Savater

El pensamiento narrativo

(Relatos, ficciones y filosofía)



Si Borges no se equivoca, el conjunto imponente del pensamiento occidental no es mas que la historia de unas cuantas metáforas: la caverna de Platón, el genio maligno de Descartes, la paloma de Kant (que quisiera volar en el vacío porque cree que el aire la retrasa, cuando en realidad la sostiene), el superhombre de Nietzsche… Es decir: un puñado de ficciones audaces sostiene el alto techo de nuestras ideas y aprovisiona de combustible a nuestras ideologías más activas. Son cuentos (o mitos, si preferimos llamarlos así) que no sólo ilustran el alcance de los pensamientos sino que constituyen su empuje y verdadera eficacia.  Se trata, en último término, de una cuestión de intensidad. Las argumentaciones especulativas son sutiles y complejas, pero un buen relato jamás se olvida: y es un hecho que a menudo olvidamos lo que hemos disfrutado paso a paso para entenderlo bien mientras que en cambio nunca se nos borra de la memoria la imagen narrativa que quizá sólo comprendemos a medias. No sólo pasa en filosofía, también ocurre en las grandes obras literarias: dentro de la famosa novela de Cervantes hay muchos debates entre don Quijote y Sancho que apasionan a los estudiosos, pero la mayoría de los lectores –y muchos otros que no han leído el libro- resumen la historia en la batalla imborrable del caballero con los molinos de viento a los que toma por gigantes. La novela ocupa mil páginas, el episodio de los molinos apenas se cuenta en una…pero inolvidable. Todo es cuestión de intensidad.


Cuando se considera el asunto de manera superficial, el pensamiento abstracto característico de la filosofía parece lo opuesto a la tarea del narrador, que busca lo concreto y circunstancial. Quien propone y discute ideas se preocupa por lo más general; quien narra historias se centra en lo individual. La filosofía trata de comprender la estructura permanente de las cosas, es decir lo que no cambia por debajo de los constantes cambios aparentes de cuanto vemos y sentimos: intenta descubrir lo que tienen en común todos los seres más allá de sus diferencias epidémicas y llama “realidad” verdadera a lo que no tiene fecha, a lo que es tan real hace mil siglos como hoy o dentro de otros mil. Por el contrario, la narración habla siempre de lo único, de lo irrepetible, de lo que ocurrió en cierto momento y lugar por primera y única vez. La historia es lo que ha pasado, no lo que permanece: nadie cuenta lo que siempre ocurre, sino la novedad del mundo y la transitoriedad de cuanto en él sucede. El filósofo generaliza, pero el narrador personaliza: al estudioso antropólogo le interesa el Hombre, mientras que al poeta sólo le apasiona Ulises, del mismo modo que unos sabios estudian botánica y otros cantan a la rosa de hoy, que acaba de florecer y se marchitará en pocas horas.


Sin embargo, desde sus orígenes la filosofía ha estado mezclada inseparablemente con historias y relatos. A menudo en su propia forma de expresión: el primer gran pensador de lo más abstracto y general, Parménides, que inventó la teoría del Ser inmutable, expuso su pensamiento por medio de un  poema narrativo en el que una diosa sabia informa y educa al tímido mortal que ha llegado hasta ella en busca de conocimiento. Y desde luego Platón, además de fundar la filosofía propiamente dicha, creó uno de los personajes más inolvidables de la memoria narrativa occidental: el perspicaz, marrullero y ,a su modo, heroico Sócrates. No siempre es fácil comprender las lecciones platónicas sobre las ideas o la organización de la justicia entre los hombres, pero ningún lector de sus diálogos puede sustraerse a la seducción indudable de la figura de Sócrates y su destino personal de agitador de conciencias que le llevó a enfrentarse con sus conciudadanos, a la cárcel y finalmente a la muerte. Sin duda nos interesan mucho los pensamientos más abstractos de Platón pero en gran medida nos apasionan porque llegan hasta nosotros protagonizados por ese individuo irrepetible que fue Sócrates, cuya aventura personal no es menos emocionante que lo que nos cuentan de Aquiles y Héctor, de Hamlet o de don Quijote. En una palabra: ¿qué sería de la filosofía de Platón sin la historia de Sócrates?


No siempre las ficciones narrativas en que se apoya el pensamiento filosófico son tan explícitas como en los diálogos platónicos, pero si se las busca un poco resultan no menos patentes. A veces toman un carácter autobiográfico, como el relato que hace Descartes al comienzo de su “Discurso del método” de cómo le llega la revelación –si podemos llamarla así- de su duda metódica, cuando estaba sentado junto a una estufa en un campamento militar. La anécdota es tan ilustrativa y memorable como la magdalena evocadora de Cambrai al comienzo de “En busca del tiempo perdido” (por cierto, el “Discurso del método” podría haberse titulado proustianamente “En busca del tiempo futuro”). Y también es Descartes quien, con la invención hipotética de su “genio maligno” dedicado a engañar a nuestros sentidos y hacernos vivir en una falsa realidad de meras apariencias, introduce en el habitualmente plácido ámbito de la filosofía el primer personaje de terror, precedente remoto de los extraterrestres que a comienzos de la sci-fi del siglo XX se apoderan de las mentes humanas y las someten a su alucinatoria dictadura. También podemos encontrar relatos de ficción en la base de las obras fundamentales de la filosofía política moderna. Por ejemplo Hobbes se inventa el tipo de existencia –pobre, sórdida, brutal y breve- que padecían los hombres antes de conocer ese otro momento imaginario, el pacto social, a partir del cual comienza según él la sociedad organizada como Estado. Todo es leyenda, pero sin cuyo apoyo narrativo no habría sido capaz de dar curso a sus geniales especulaciones sobre las instituciones políticas y su sentido. Y también pertenece al mismo tipo de historias inventadas ad hoc la descripción del “estado de naturaleza” con el que Rousseau inicia su “Discurso sobre la desigualdad de lo hombres”. Aunque Rousseau tiene la honradez de advertir a su lector que semejante situación mítica, sin jerarquías ni competencia, probablemente nunca ha existido ni quizá pueda existir y que se trata solamente de un artefacto mental que él imagina para a continuación poder teorizar sobre los problemas que a continuación trajeron al hombre las instituciones sociales y culturales.


En el llamado Siglo de las Luces, el resto de los ilustrados recurrieron también abundantemente a recursos narrativos para transmitir de modo más comprensible sus ideas a un público lector no especializado, formado por curiosos y no por estudiantes o académicos. Voltaire y Diderot prefieren siempre expresar su pensamiento por medio de cuentos, apólogos o diálogos. Baste con recordar la nouvelle “Candide” del primero de ellos, dirigida a desmontar las ilusiones del optimismo leibniziano, y “El sobrino de Rameau” del segundo, una reflexión dramatizada sobre las dificultades de fundar lo que es moral y distinguirlo de la inmoralidad en un mundo que ha prescindido de los fundamentos tradicionales y se rige por la incierta convención social. Sin duda ambos autores franceses fueron deudores de otros cuentos de intención filosófica, los del satírico irlandés Jonathan Swift. En cuanto a David Hume, el gran ilustrado escocés, su obra más madura y subversiva son los “Díalogos sobre la religión natural”, una demolición sutil e implacable de cualquier base racional para las creencias religiosas escrita en forma de diálogo entre personajes que no sólo exponen sino que también representan las diversas concepciones del mundo en litigio.


El sobrio Kant tampoco retrocedió ante la posibilidad de narrar ocasionalmente anécdotas o breves ficciones como apoyo e ilustración de sus teorías. Ya hemos mencionado la historieta de la paloma que vuela sostenida por el aire y que, al notar la resistencia que éste ofrece a sus alas, imagina que volaría mejor en el vacío: Kant la utiliza para denunciar el error de suponer que nuestra capacidad conceptual funcionaría con mayor agilidad si no tuviera que someterse a los datos de nuestra experiencia sensorial. Pero también para justificar el título de su breve y justamente célebre ensayo “La paz perpetua” Kant recurre a una pequeña narración, de tono irónico: trata de una taberna, real o imaginaria, cuya muestra consistía en la imagen de un cementerio y que se llamaba, precisamente, “La paz perpetua”. El más díscolo de los discípulos kantianos, Schopenhauer, utiliza constantemente apólogos y breves relatos para dinamizar su sistema y suele hacerlo con especial acierto literario, porque a diferencia de la mayoría de sus colegas filósofos, fue sin duda un excelente escritor. Por su parte Schelling propició explícitamente la “filosofía narrativa” y escribió como ejemplo una filosofía de la mitología, en la que retoma los mitos clásicos en clave metafísica…procedimiento que rara vez los hace más sugestivos, todo hay que decirlo. Incluso el pensador más especulativo y abstracto de todos, Hegel, cuenta en ocasiones historias y alguna de ellas tan inolvidable como la del señor y el siervo en su “Fenomenología del espíritu”, que sirvió luego de inspiración a Marx y que hasta me atrevería a decir que fue mucho después llevada al cine por Joseph Losey con el título “The servant”.


Apenas hace falta recordar la deuda con lo narrativo que tiene el pensamiento de Kierkegaard o Nietzsche. Cada uno de los pseudónimos de Kierkegaard (Johannes de Silentio, Víctor Eremita, Constantinus Constantius, Johannes Climacus, Frater Taciturnus, etc…) acuña no sólo un disfraz para el autor sino un personaje intelectual con su propia idiosincrasia y sus propias obsesiones. Y los temas que así se desarrollan también vienen envueltos en un estilo claramente narrativo: el diario del seductor, la búsqueda de la repetición, las aventuras del Caballero de la Fe o de don Juan, etc…En último término, todo el pensamiento de Kierkegaard es directa o indirectamente autobiográfico: no se limita a exponer problemas teóricos sino a narrar la dificultad y la angustia de la existencia, a partir de su propia experiencia vital. Por su parte Nietzsche utiliza sin cesar fórmulas narrativas explícitas o disimuladas a lo largo de toda su obra. “Así hablaba Zarathustra” es una especie de relato metafísico, didáctico y moral contado con un estilo de pastiche bíblico, pero también el resto de sus libros tienen abundantes incrustaciones de ficción, como el famoso pasaje del loco que va buscando a Dios y preguntando por él a la multitud burlona que no ha oído todavía la terrible noticia de su muerte. Posteriormente el pensamiento del siglo XX utiliza no menos recursos literarios narrativos o dramáticos, como se comprueba en la obra de Miguel de Unamuno, George Santayana (de quien yo destacaría sus deliciosos y poco conocidos “Diálogos en el limbo”), Jean-Paul Sartre o Albert Camus. Por no mencionar los relatos propiamente dichos de escritores que hicieron filosofía no académica pero de primer orden a través de ellos, como Thomas Mann, Musil, Canetti o Thomas Bernhard. Casi podría decirse que en el siglo pasado la mejor filosofía se presentó en forma de novela o piezas teatrales…


En resumidas cuentas: el pensamiento filosófico no sólo se expresa a través de categorías abstractas y argumentos especulativos, sino que también utiliza la forma narrativa y cuenta historias. Ahora bien, ¿qué tipo de historias? En su “Poética”, Aristóteles establece famosamente: “el historiador relata lo que ha pasado, el poeta lo que puede pasar”. En realidad, las narraciones con que los filósofos ilustran y representan su pensamiento no pertenecen por completo a ninguno de estos dos géneros: es decir, no son acontecimientos puntuales ocurridos en determinada fecha y lugar ni tampoco episodios imaginarios que podrían llegar a suceder en algún momento. Se trata más bien de relatar acontecimientos esencialmente ficticios –en el sentido en que lo es el “estado de naturaleza” explicado por Rousseau como algo que ni ha pasado, ni pasa ni llegará a pasar- pero significativamente verdaderos, o sea que permiten comprender la realidad antes, ahora y siempre. Es decir que no cuentan historias que pasaron ni que podrían pasar, sino historias que nunca pasan, que perduran, que siempre están ahí… y que sin embargo transcurren como argumentos con planteamiento y desenlace. Si, como se ha dicho, el tiempo no es sino una metáfora móvil de la eternidad, los relatos de los filósofos son metáforas transitorias de lo permanente e inmutable. No pretenden sólo contar un cuento sino ayudar a darse cuenta de algo. Su último sentido es una advertencia que pretende hacernos despertar: nuestra existencia también está compuesta de apariencias fugitivas, anécdotas y novelescas casualidades, pero su  definitiva sustancia es repetir y consagrar las formas necesarias de lo que se mantiene inalterable. Shakespeare declaró en “La tempestad” que estamos hechos del mismo tejido evanescente que los sueños; los filósofos no le desmienten, pero añaden que ese sueño es eterno y que siempre se teje y desteje según idénticas pautas. ¿Se trata de pedante arrogancia o de profunda sabiduría? No lo sé, no me atrevo a contestar.

Fernando Savater, 31st IBBY Congress, Copenhagen, Denmark.

September 2008